Retrocedemos hasta bien entrado el s.XIX. Por un lado, Inglaterra se encontraba sumergida en una transición, en una calamitosa etapa de post industrialización que reportó un fortísimo empobrecimiento a una nueva clase social, la clase obrera. Ésta se trasladó en bandadas hasta el centro y norte para formar y habitar hacinados guetos cuyas condiciones eran antihigiénicas e infrahumanas. Para hacernos una idea, la población de Mánchester llegó a multiplicarse hasta diez veces. Los sueldos eran ínfimos y los empresarios seleccionaban a niños y mujeres a destajo. El ser humano era reducido a la penuria y procesado a la insuficiencia. Inglaterra se modernizaba. Por otro lado, el Imperio Británico saqueaba y aniquilaba todo lo que encontraba por su paso; ya contaban en su haber con las superficies de Australia, Guyana, Brunei, Canadá, Chipre, Egipto, Gambia, Ghana, Hong Kong, Bangladesh, India, Myanmar, Pakistán, Sri Lanka, Irlanda, Kenia, Malawi, Malasia, Malta, Mauritania, Nueva Zelanda, Nigeria, Sierra Leona, Singapur, Somalia, Sudáfrica, Sudan, Zimbabue, Trinidad y Tobago… ¿Una época de progreso o de declive? Y entre toda esta tempestad, aparece la novela victoriana.

La novela se convirtió en un género inmensamente popular, dejando atrás todos aquellos convencionalismos que la calificaban de ”carente del clásico pedigrí reclamado por la poesía y el drama”. Y de todo este tifón emergen George Eliot, Wilkie Collins, las hermanas Brontë, William Thackeray, Thomas Hardy… Y de todo este capital brota la novela social, brota Charles Dickens. Una Gran Bretaña utilitarista a la que le llegaba el momento de vocifear aquel laissez-faire. Dickens irrumpe en la escena quebrantando con (casi) todos los estereotipos formales: seriedad, decoro doméstico, responsabilidad moral, dignidad, respetabilidad… Nadie como Dickens supo decapar el alma del pueblo inglés y el espíritu de la ciudad de Londres. Dio forma a la imagen que tenemos de la capital de Europa. Londres es básicamente una ciudad victoriana y si sabes dónde mirar, puedes encotrar el rastro de Dickens en todas partes.

Su feliz infancia transcurrida en Kent llegó a su fin cuando aterrizó en Londres. La ciudad que tanto amó también lo destruyó en cierta manera. Sus primeros años en Londres lo lanzaron al abismo del que no se recuperó del todo. Trabajo en una fábrica de betún y la experiencia vivida en la cárcel junto a su familia supuso su momento más traumático. Esos recuerdos le acompañaron siempre y fueron los temas de sus obras de ficción. Todo eso tuvo un enorme impacto interior y en su actitud ante las personas. Fue el altavoz de la lucha de los desfavorecidos, motivado por su propia historia personal.

Sus paisajes, sus rincones, la melancolía de sus gentes o su sentido del humor están reflejados en el escaparate de personajes que nos ha dejado este escritor incansable que a fuerza de trabajo y constancia luchó para escapar de la miseria hasta convertirse un día en una estrella. Gozó de un arsenal de seguidores llegando a triunfar al otro lado del charco aún en vida. EE.UU. devoraba sus caricaturescas realidades sociales.

Philip Pirrip, David Copperfield, Oliver Twist… Todos tienen un potencial simbólico humano al igual que un potencial extraño. Cada uno de ellos representa más de lo que es, todos tienen algo de Dickens. Así, su gran habilidad era poner sus propias emociones, miedos, fobias y placeres y volcarlos en estos personajes más grandes que la Inglaterra misma.

En el trasepto sur de la Abadía de Westminster yacen sus restos junto con los de Francis Beamont, Robert Browning, Geoffrey Chaucer, William Gifford, Dr Samuel Johson, Rudyard Kipling, Edmund Spenser… En la legendaria ”Esquina de los Poetas”. El paseante del Támesis que despreció las normas.